Bruno

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He ahí aquel que excedió los límites del aire, penetró en el cielo, recorrió las estrellas, traspasó los confines del mundo, tras haber desvanecido la fantástica muralla de las primeras esferas, de las octavas, las novenas, las décimas, y [aún] otras que habrían podido añadir vanos matemáticos y la ciega visión de los filósofos vulgares. Así, a la luz de todos los sentidos y de la razón, con la llave de una solícita búsqueda, abiertos los claustros de la verdad que en nosotros se pueden abrir, desnudada la naturaleza encubierta y velada, ha dado ojos a los topos, ha iluminado a los ciegos, que no pueden ni fijar sus ojos ni mirar su propia imagen, siendo tantos los espejos como desde todos los lados se les oponen, ha soltado la lengua de los mudos, que no sabían ni osaban explicar sus intrincados sentimientos, ha vuelto a soldar [los miembros rotos de] los cojos, incapaces de hacer con el espíritu un progreso que no puede realizar el compuesto innoble y disoluble, haciéndoselo no menos presente que si fuesen auténticos habitantes del sol, la luna y los otros que se llaman astros. Demuestra hasta qué punto aquellos cuerpos que vemos en la lejanía se asemejan o desemejan, son mayores o peores que estos que nos son cercanos y a los que estamos unidos. Y nos abre los ojos para ver este numen, esta madre nuestra [la tierra], que en su dorso nos alimenta y nutre [que], tras habernos producido de su seno, en él de nuevo siempre nos acoge; y no se piense ya que su cuerpo no tiene alma ni vida y que ella incluso es hez entre las sustancias corporales. De esta suerte sabemos que, aunque estuviésemos en la luna o en las otras estrellas, no estaríamos en un lugar muy desemejante a éste ni quizá peor. Del mismo modo otros cuerpos [siderales] pueden ser tan buenos y aún mejores por sí mismos y por la felicidad mayor de los principios de vida que les son propios. Conocemos así tantas estrellas, tantos astros, tantos númenes, cuantos son aquellos cientos de millares que asisten al ministerio y contemplación del eficiente primero, universal, infinito y eterno. No por más tiempo estará encarcelada nuestra razón con los grilletes de los fantásticos ocho, nueve y diez móviles y motores. Sabemos que no hay más que un cielo, que no hay más que una infinita región etérea, en donde estas luminarias magníficas guardan los intervalos apropiados por su participación en la vida perdurable.

Estos cuerpos flameantes son como embajadores que anuncian la excelencia y la gloria y la majestad de Dios. De esta suerte nos inducen a descubrir el efecto infinito de la infinita causa, verdadero y viviente vestigio del vigor infinito. Y tenemos la doctrina de no buscar la divinidad fuera de nosotros, teniéndola junto a nosotros, qué digo, dentro, más que nosotros mismos estamos dentro de nosotros. Tampoco los habitantes de otros mundos habrán de buscarla entre nosotros, teniéndola junto y dentro de sí mismos, puesto que no es más cielo para nosotros la luna que nosotros para la luna.

  G. Bruno, La cena de las cenizas

(trad. Ignacio Gómez de Liaño*)

 

«Giordano Bruno, hace 409 años, después de un largo período de cárcel, descalzo y con la lengua enmudecida por una mordaza, era conducido desde la cárcel del Santo Oficio a la Piazza Campo dei Fiori para ser quemado vivo. Era el alba del 17 de febrero de 1600. El Santo Tribunal de la Inquisición Romana, presidido personalmente por el papa, lo había condenado a la hoguera por “herético, impenitente, pertinaz”…»**

 

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*   Citado en Giordano Bruno, Mundo, Magia, Memoria, Edición de Ignacio Gómez de Liaño, Biblioteca Nueva, Madrid, segunda edición 2007, p. 57 y ss. Este excelente libro es de recomendada lectura, no sólo por los textos del Nolano en una excelente traducción y oportunamente anotados, sino también y sobre todo por las (herméticas)  notas introductorias que el mismo Gómez de Liaño hace a cada uno de los fragmentos que traduce.

** Fragmento tomado del blog Arco Reale Rito di York

 

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