Aquella amistad que está forjada por Dios, es firme

Ficino

Marsilio Ficino a Giovanni Cavalcanti, su mejor amigo: saludos.

Mi querido Giovanni, los filósofos platónicos definían la verdadera amistad como la unión permanente de las vidas de dos hombres. Pero yo considero que la vida de los hombres es una tan sólo para aquellos que se encaminan hacia único fin, como si estuvieran transitando el mismo sendero hacia una meta común. Creo que su compañerismo sólo será permanente cuando el fin que ambos han establecido como deber común sea, no sólo único, sino permanente y seguro.

Así, todo estudio y afán del Hombre consiste siempre en esforzarse por lo que se considera que es bueno. Puesto que para los mortales parece haber tres clases de bienes: los que atañen al alma, al cuerpo y a los objetos externos, el hombre pretende la virtud del alma, los placeres del cuerpo o la abundancia de riquezas. El primero de ellos es seguro y eterno. Los otros dos son transitorios y mortales. Por tanto, esa permanente unión de vidas que es la verdadera amistad, tan sólo puede existir para aquellos que no buscan acumular riquezas, ni satisfacer placeres sensuales que cambian y perecen. Sólo es posible para aquellos que se dedican, con entusiasmo y determinación comunes, a adquirir y ejercitar la única y permanente virtud del alma.

Nuestro Platón, maestro y guía de todos los filósofos, llama sabiduría a esa virtud del alma. Sostenía que la sabiduría es la comprensión de lo divino. En La República muestra cómo lo divino tan sólo puede manifestarse a nuestras mentes si Dios lo revela, del mismo modo que los ojos sólo perciben las formas físicas cuando el sol las ilumina. De idéntica manera, es Dios, al que anhelamos ver, quien ilumina el ojo de la mente, de manera que podamos entender. Él se revela entonces a la mente iluminada, deleitándonos con tal revelación. Así, Dios es para nosotros el camino, la verdad y la vida; el camino, porque mediante sus rayos nos torna hacia Él, nos conduce y nos acoge; la verdad, porque cuando nos volvemos hacia Él, se revela ante nosotros; y, finalmente, la vida, porque gracias a esa bendita visión, constantemente nos nutre, llenando de gozo nuestra alma que le contempla. Por tanto, que todos aquellos que deseen gustar las aguas más dulce de la sabiduría, tengan sed de Él, la fuente eterna de toda sabiduría. Que todos aquellos que esperan adquirir la virtud del alma, busquen fervientemente la sabiduría. Así pues, que todo aquel que decida cultivar su alma, cultive también a Dios.

Hemos definido a los amigos como aquellos que se esfuerzan por la verdad con idéntico celo y que se ayudan a cultivar sus almas. El cultivo del ama se fundamenta tan sólo en la virtud, la virtud es sabiduría, y la sabiduría es comprensión de lo divino. La divina luz nos otorga esa clase de conocimiento. Por eso, cultivar el alma es cultivar a Dios mismo.

Y así, cuando dos hombres se empeñan, con idéntica meta, en cultivar el alma por medio de la virtud, claramente la amistad no es sino la suprema armonía de dos almas en el cultivo de Dios. Y, como quiera que Dios ama a aquellos que con mentes devotas le cultivan, los amigos no estarán solos los dos, sino que siempre serán tres: los dos hombres y Dios; Dios o, en otras palabras, Júpiter, el patrón de la hospitalidad, el protector de la amistad, el sostenedor de la vida humana, adorado siempre por Platón y honrado por Sócrates. Él es el guía de la vida humana. Él nos hace uno. Él es el inquebrantable lazo de la amistad y nuestro constante guardián.

Los teólogos de la Antigüedad, cuya memoria reverenciamos, establecieron entre ellos el sagrado vínculo de la amistad, teniendo a Dios como mediador. Se nos ha dicho que, entre los persas, Zoroastro, por inspiración divina, adoptó a Arimaspo como su fiel compañero en los sagrados misterios de la filosofía religiosa. Así también, entre los egipcios, Hermes Trismegisto escogió a Esculapio. En Tracia, Orfeo escogió a Museo y Pitágoras a Aglaofemo. Platón de Atenas escogió primero a Dión de Siracusa y, tras su muerte, a Jenócrates. De modo que los hombres sabios siempre han considerado necesario tener a Dios por guía y a un hombre como compañero, a fin de culminar el viaje a través de los cielos, con seguridad y paz.

Y, aunque apenas confío en ser capaz de seguir las huellas de esos hombres a través de las regiones celestes, hay una cosa que parece que he adquirido plenamente, derivada del estudio de la sagrada filosofía; el ejercicio de la virtud y la búsqueda de la verdad; es decir, la gozosa y adecuada compañía del mejor de los hombres. Porque sostengo que la amistad de Giovanni Cavalcanti y Marsilio Ficino es digna de ser nombrada entre los que he mencionado. Con la guía de Dios, que tan felizmente ha establecido y estrechado este vínculo, nuestra amistad nos servirá en el desempeño de nuestros deberes, para llevar una vida tranquila y para descubrir lo divino.

(de Las cartas de Marsilio Ficino, Vol. I, Olañeta, 2009)